EL TURISMO DE MASAS Y LA MASIFICACIÓN DEL TURISMO ALTERNATIVO

El turismo de masas, esa industria de la que España se ha nutrido abundantemente pues, no en vano, nuestro sector más rentable continua siendo los servicios relacionados con el mismo, ha transformado la sociedad en la misma línea de los artefactos consumistas que nos rodean. Recordando aquellos viajes de románticos, dibujantes y relatores de otras culturas, soñadores de paisajes que materializaban sus ideas en, por ejemplo, las Alpujarras granadinas, o aquellos exploradores que se lanzaran, durante la segunda gran expansión colonialista de las potencias europeas en el siglo XIX, al descubrimiento de África al modo del doctor Livingstone, comprobamos que mucho de aquellos años hay en la fabricación del turismo cultural actualmente.

Porque como nada escapa de las redes de la globalización, de las etiquetas de fabricación, de los estereotipos y de las imágenes artificiales, cualquiera que decida adentrarse en el África profunda o en la India más rural tiene en su mente el ideal de explorador o antropólogo que dedica su vida al estudio de otras culturas. Pero tales viajes ya se inventaron y a menos que nos sintamos Marco Polo, si la industria turística más alternativa —que no deja de ser una visión economicista— pone en la mano de cualquiera a cambio de dos o tres mil euros un viaje exótico, con la posibilidad de seguir los pasos de los grandes descubridores, pero con garantías higiénico-sanitarias, muy pocos se adentran por su cuenta y riesgo en tamaños vergeles.

Pero lo más importante de todo ese turismo exótico y cultural a los niveles de sociedades tribales, comunidades ancladas en modos de vida sostenibles y milenarios, es que incluso la industria del turismo, como nos indica Valcuende del Río, ha preparado esa cultura para la visita de personajes equipados con cámaras fotográficas y cremas antimosquitos, para recibirlos con los brazos extendidos en busca de propinas; tienen la posibilidad de vender su modo de vida, aunque sólo sea para reforzarles las ventajas de sus confortables vidas occidentales. Como no podemos dejar de convenir, no deja de ser lamentable que un grupo de adinerados europeos visiten un poblado rural de alguna región de Indonesia, pongamos por caso, para tomar conciencia de un sistema socio-económico minado por la carestía de medios, pero visto como el ideal bucólico y en este caso tropical. Ellos no sienten estar en un zoológico de seres humanos, sino que están dichosos porque al regreso enseñarán las fotos con niños sonrientes que les ponen al cuello filigranas de flores que ofrecen por unos pocos euros. Luego, en estas zonas colonizadas por los resorts de alto lujo, toman baños en paradisíacas playas que los grandes tour-operadores han comprado a los gobiernos locales, vendiéndoles la papeleta del progreso como única salvación en un mundo sometido a las leyes de la economía de mercado. Este tipo de implantación de los proveedores de servicios turísticos, están en casi todos los países subdesarrollados con exuberantes paisajes costeros, con un denominador común: el único desarrollo sostenible local que observamos es la empleabilidad de unos pocos nativos que hablan inglés, se visten de camareros y sirven cócteles inauditos a los turistas o preparan sus habitaciones con exóticos perfumes y flores. A ninguno se le ha planteado desde las administraciones locales en qué medida están contribuyendo al deterioro del medio ambiente, en qué forma se están alterando las prácticas locales de pesca tradicional, qué parte de los beneficios están redundando en la mejora de las infraestructuras del país o qué implicaciones tiene la privatización de los espacios costeros en cuanto a la flora y la fauna autóctonas.

También asistimos a un proceso de envasado del turismo “mochilero” enfocado a la India y gran parte de los países asiáticos. Si bien hace décadas la única forma de recorrer estos territorios con diez veces más coste de billete de avión que de manutención, hoy los tour-operadores trazan rutas por donde llevan de la mano al afanado turista occidental que desea, ante todo, un acceso a los niveles estéticos del hinduismo o del budismo, lejos, muy lejos de la realidad de sus territorios, para nuevamente contarlo en fotos y argumentos banales en la sociedad moderna donde vive.

Respecto al turismo deportivo relacionado con la naturaleza —esquí, alpinismo, senderismo, rapel, espeleología, etc.— donde el alpinismo cobra el máximo exponente quizá en la relación actividad-geografía, se tienen por ejemplos muy significativos los himalayas entre La India, China y Nepal. El monte Everest, como es sabido el más alto del mundo y por tanto cumbre del alpinismo, hoy está al alcance de casi toda la población, más que por su nivel deportivo por su capacidad económica, pues existen empresas que disponen todo tipo de comodidades al montañista para que, a menos que se presente una tormenta imprevista, haga cumbre, se saque la foto, viva unas semanas en un poblado nepalí como un rey y al regreso a su sociedad occidental sea el centro de atención en reuniones y cenas. La cuestión, a niveles deportivos o alpinísticos, no es ya subir a la montaña, sino batir marcas, como la persona que más veces ha subido, la persona más anciana, la más joven, hacerlo por la ruta más difícil, hacerlo sin oxígeno auxiliar o hacerlo, jocosamente, a la pata coja. En el gobierno nepalí sólo queda un ingreso por derechos de ascensión que supuestamente cubre las tareas de limpieza y adecuación que el turismo, ya de masas también, va ensuciando y alterando, aunque la realidad sea bien diferente. Ante tamaña cosificación del alpinismo en la cordillera del Himalaya ya se han posicionado asociaciones y federaciones de alpinistas, denunciando que la masificación en la zona devendrá en una pérdida de autenticidad de los valores que sustentan el verdadero espíritu del alpinismo.

TURISMO Y POLÍTICA

En todo caso, en los ejemplos propuestos sobre países de carácter exótico para la sociedad occidental, existe al menos una conciencia de otra cultura que es en sí misma el reclamo principal del viaje. Ese puede ser considerado el patrimonio inmaterial que el turista ansía, toda vez que el material también está puesto en valor, objetivamente, en forma de edificios religiosos o civiles, zonas arqueológicas o impresionantes accidentes geográficos. Pero el mayor problema, al parecer, cuando la politización del discurso abriga todo un aparato para generar patrimonio, es la reversión del proceso: esto es, la creación de una idea de patrimonio para justificar una industria del turismo. Quizá no al punto de sacar de la manga, por arte de magia o de política, unos sin iguales hallazgos arqueológicos que deben musealizarse, la creación de un nuevo Centro de Arte Contemporáneo que polarice las visitas a tal ciudad, la puesta en valor tras una innovadora restauración de una catedral gótica, o ensalzar, con la reciente memoria histórica, el lugar de fusilamiento de un regimiento republicano. Más bien la crítica se dirige a la puesta en valor de un determinado elemento patrimonial, cuando existen otros que duermen un letargo infinito por la falta de financiación, en este caso, de interés político.

LA DESVIRTUACIÓN DEL PATRIMONIO

Aunque es evidente que el turismo, como motor de desarrollo económico, permite en muchos casos un mantenimiento, difusión y protección de los elementos patrimoniales, en otros, concursa hacia la destrucción, tanto no física como subjetiva, de los verdaderos valores culturales que subyacen tras el estereotipo. Un ejemplo significativo es el turismo cultural en ciudades históricas. En demasiados casos, un turismo artificial y cultureta que acude masivamente a las ciudades históricas, impulsando una red de establecimientos a su séquito, atomizados por tiendas de souvenirs y restaurantes que toman la vía pública con el contubernio de las administraciones locales, en una relación de causa-efecto, acción-recaudación, sin considerar el eco etnológico e histórico a que se deben sus más antiguos rincones urbanos. Los residentes de estas ciudades históricas y eminentemente turísticas se sienten, sencillamente, evadidos de su propia identidad, cuando les resulta imposible pasear cómodamente por las antiguas plazas y calles del casco antiguo, o cuando asisten estupefactos a la regulación de acceso a espacios tradicional e históricamente públicos, como el caso del Patio de los Naranjos de la catedral sevillana. Porque debemos convenir, también, que hacer dos o tres horas de cola para hacerse una foto en la cúspide de la torre Eifel, en el borde la Fontana di Trevi o esperar seis meses para almorzar en el restaurante Alzak, son signos que evidencian la pérdida del sentido verdadero de la cultura, sea material e inmaterial.

En tal sentido, podemos afirmar que se produce una desvirtuación del elemento cultural, que ha cedido sus formas y contenidos a una industria que persigue la máxima rentabilidad de las inversiones. A tal punto existe el síndrome del turista estresado, cual participante de una gran gincana que consiste en poner el pie y la lente de la cámara fotográfica en una serie de lugares recomendados contenidos en una lista, imprescindibles iconos del patrimonio cultural, sin los que difícilmente tenga sentido invertir el tiempo y el dinero de las vacaciones anuales.