ENFERMEDAD MENTAL Y PERSONALIDAD



Michel Foucault · Maladie mentale et personalité · París, 1954










SOBRE SU VIDA [Poitiers 1926 · París 1984]




Michel Foucault está considerado uno de los pensadores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Su producción intelectual se desarrolló en los ámbitos de la filosofía, la psicología, la sociología e incluso la historia; aunque nunca admitió ninguna definición de su perfil en esas líneas, se consideró a sí mismo como un arqueólogo de la cultura.






En el año 1945 no consiguió ingresar en la Escuela Normal Superior de París y declinó como segunda opción hacia el Liceo, donde conocerá al filósofo Jean Hyppolite; al año siguiente accedió a la primera opción académica. Foucault alcanzó la licenciatura en Filosofía en la Sorbona que le permitió conocer a relevantes pensadores como Merlau-Ponty, Pierre Bordieu o Jean-Paul Sartre, entre otros. En 1946 completó además la licenciatura en Psicología recibiendo el diploma en Estudios Superiores de Filosofía, con una tesis sobre Hegel supervisada por Hyppolite. En 1950 ingresó en el Partido Comunista francés, aunque pronto las intromisiones a su ámbito personal le llevarán a desvincularse del mismo; en este periodo la vida de Foucault atravesó dificultades que le llevaron a episodios depresivos y a tentativas suicidas.






En 1951 accedió al Hospital Psiquiátrico de Saint Anne como psicólogo y será profesor en la Escuela Normal Superior. En esta época se dedicó a estudios sobre manifestaciones artísticas hasta 1953, cuando participó en un Seminario de Jacques Lacan, aproximándose a Nietzsche a través de personajes como Maurice Blanchot o George Bataille. Más tarde, ingresó en la universidad de Upsala en Suecia y escribió Historia de la locura en la época clásica (1961) que utilizará para su tesis doctoral en la Sorbona. Hasta el año 1970 se dedicó al estudio de Freud, Lacan o Piaget entre otros, donde se localiza su mayor producción intelectual y académica. Durante estos años publicó algunas de sus más importantes obras, como El nacimiento de la clínica (1963), Las palabras y las cosas (1966) o La arqueología del saber (1969). En 1971 ocupó la cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento que antes dirigiera Hyppolite. En 1975 publicó una de sus obras más influyentes, Vigilar y Castigar, donde critica a las instituciones penitenciarias y educativas como formas de represión y dominación de colectivos socialmente disminuidos. En 1980 publicó Microfísica del poder, al hilo de las anteriores, como extensión de las estructuras de dominación que los sistemas e instituciones despliegan hacia la subyugación de los sujetos.






Su proyecto más extenso se conformó en varias obras relacionadas con la historia de la sexualidad, que no llegó a concluir debido a su muerte prematura. Sólo publicó La voluntad de saber (1976), El uso de los placeres (1981) y La inquietud de sí (1984).






































SOBRE SU OBRA






Foucault fue caso representativo del intelectual comprometido con su época, elaborando una original crítica a las ciencias humanas modernas, cuando denota que la construcción de la verdad carece de objetividad por su concepción divagadora y orientada. Esto se demuestra en cualquier periodo de la historia, cuando la forma de pensar la verdad pasa por una formación inconsciente de la misma. En su pensamiento estriba una fuerte crítica a los sistemas o doctrinas de su época, tendente a formalizar una posición frente a la propia vida que impactó en la sociedad, de ahí su importante influencia también en los movimientos sociales.






Trató de descubrir las estructuras subyacentes que determinan el modo de percibir y pensar los objetos, que según su criterio aparecen en la historia de forma discontinua (cortes epistemológicos). Las investigaciones que realizó sobre la arqueología del saber y sobre el orden del discurso constituyen la base de todo su pensamiento filosófico. En el ámbito de la sexualidad y los intentos sociales de normalización de los comportamientos devenidos, demostró que el género heterosexual es un fenómeno moderno, frente al homosexual. En su labor como intelectual proclamaba que «hay que enseñar a la gente que son mucho más libres de lo que se sienten», pues «aceptan como verdad, como evidencia, algunos temas que han sido construidos durante cierto momento de la historia y que esa pretendida evidencia puede ser criticada y destruida»; propone cambiar «algo en el espíritu de la gente»






En su lucha contra las «nuevas tecnologías del poder» establece que las revoluciones sociales o la creación de instituciones protectoras de los derechos humanos, no son más que regresiones jurídicas que apuntan hacia una normalización aceptable. Como también acepta que la inteligencia resulta inútil contra las formas de opresión, pues en suma llevan a los individuos de una autoridad disciplinaria a otra, añadiendo otro discurso del poder: todos somos parte del «mecanismo de la maquinaria panóptica» y estamos por tanto investidos por los efectos del poder.






SOBRE ENFERMEDAD MENTAL Y PERSONALIDAD (1954)









Cuando revisamos las diversas biografías y bibliografías de Foucault es interesante destacar que su primera obra publicada como libro en 1954, la que nos ocupa, aparece y desaparece según el criterio de quien suscriba. El mismo Foucault manifestó que no estaba del todo satisfecho con esta primera obra, cuando años más tarde había superado sus propias tesis sobre la psicología y los patrones establecidos por las ciencias humanas. Más representación en el ámbito de los estudios psicológicos y psiquiátricos se advierte en su obra posterior Historia de la locura en la época clásica (1961), donde muestra un recorrido por las concepciones y tratamientos de los enfermos mentales, desde el encierro de los leprosos durante la Edad Media hasta la concreción de la enfermedad mental con Freud. Analiza cómo el sujeto pasa de la aceptación social al encierro, desde que la locura se considerase una enfermedad del alma hasta los avances psiquiátricos de su época. Respecto a los tratamientos de curación o terapéutica empleados, cuestiona las diferentes técnicas aceptadas, hasta el punto de considerarlas medios de brutalizar al paciente hasta que interiorice los patrones de juicio y castigo infringidos.






En sus críticas a las instituciones psiquiátricas en los años cincuenta, tras la publicación de Enfermedad mental y personalidad y más tarde con Historia de la locura, se pondrían de manifiesto los resortes que movían la creación de toda una normalización del diagnóstico y tratamiento de los enfermos mentales. La exclusión social, la privación de derechos elementales —incluso la declaración de incapacidad mental en el orden jurídico—, la violencia y opresión practicadas en los hospitales psiquiátricos en régimen de custodia y férrea jerarquía —antes llamados manicomios o asilos para locos— o los dudosos diagnósticos clínicos, son factores que se alejan de la verdadera naturaleza social del enfermo y de la concepción filosófica de la enfermedad mental. La intención ocultada de las instituciones psiquiátricas deviene del silenciamiento de la locura, aislando al enfermo respecto a la sociedad general y de su propia familia en particular, con represivos tratamientos farmacológicos que anulan su personalidad. Esta tesis podemos observarla cuando indica que «nuestra sociedad no quiere reconocerse en ese enfermo que ella encierra y aparta; en el mismo momento en que diagnostica la enfermedad, excluye al enfermo»






La clásica diferenciación entre lo normal y lo patológico —raciocino y locura— convierte los manicomios en un paralelismo de las prisiones: se juzga al delincuente —al enfermo se diagnostica—, se condena a privación de libertad —el enfermo se interna— y se establece un tratamiento de rehabilitación mediante un riguroso control, una rutina disciplinaria y la negación de los órdenes ociosos o placenteros del ser humano. La psiquiatría actúa así como representante absoluto de la autoridad: actúa como poder legislativo elaborando tesis médicas irrefutables, como poder judicial diagnosticando la enfermedad mental y como poder ejecutivo, aplicando los tratamientos y la privación de derechos.






Foucault plantea en qué condiciones podemos hablar de enfermedad mental en el campo psicológico, así como las relaciones que se venían estableciendo entre los hechos de la patología mental y la patología orgánica, demostrando que no debían establecerse paralelismos ni unidades concretas, pues «no podemos admitir de lleno ni un paralelismo abstracto ni una unidad masiva entre los fenómenos de la patología mental y los de la orgánica; y es imposible trasportar de una a la otra los esquemas de abstracciones, los criterios de normalidad o la definición del individuo enfermo»






Propone, por el contrario, que la raíz de la patología mental sólo se localiza cuando reflexionamos sobre el hombre mismo, analizando la enfermedad y su evolución, la historia individual, correlacionando con la existencia y la angustia generada. El prejuicio de esencia —por el que la enfermedad toma entidades anteriores e independientes a los síntomas— y el postulado naturalista —enfermedad como especie natural y unitaria definida en caracteres específicos—, plantea un paralelismo abstracto entre ambas patologías que debe abandonarse. Así, la enfermedad mental en palabras de Foucault, debe ser pensada como una «reacción global del individuo», abarcando una totalidad fisiológica o psicológica, afectando en gran medida a la personalidad del sujeto, y admitiendo finalmente que «la ciencia de la patología mental sólo puede ser la ciencia de la personalidad enferma»






Foucault propone así la simbiosis irrefutable entre las manifestaciones mórbidas y la individualización del enfermo en cuanto a sus rasgos personales, quien ha estado excluido de su propia enfermedad por la psiquiatría. En tal sentido, afirma que «la enfermedad mental implica siempre una conciencia de enfermedad; el universo morboso no es un absoluto en el que se anulan las referencias a lo normal»






Por otro lado, los episodios puntuales de angustia o su permanencia en el enfermo, deben tomarse en relación con la existencia como forma de experiencia, cuando indica que «la angustia es una forma de experiencia que desborda sus propias manifestaciones y no puede dejarse reducir por un análisis de tipo naturalista»






Según Matías Abeijón en su estudio sobre las críticas a la psicología de Foucault, en efecto el «mundo mórbido es el terreno existencial de la enfermedad mental», cuando incluso se recurre a la reflexología pauvloviana, tomando la dialéctica de unión/oposición entre los procesos de excitación/inhibición del sistema nervioso.






La significación de la actividad onírica en la construcción psicológica anterior a las primeras críticas de Foucault, en la línea de considerarla un texto a descifrar en psicoanálisis o a constituir en fenomenología, pasa a ser evaluada como una experiencia existencial que está dentro de las estructuras mentales del hombre, resultando por tanto vana su reducción anterior.






Respecto a las condiciones de la enfermedad, en la que ocupa la segunda parte de la obra, reflexiona sobre las implicaciones e imbricaciones que la sociedad, la alienación histórica, la inercia patológica o los fenómenos paradojales tienen sobre el enfermo y su enfermedad. Si en efecto «la enfermedad no tiene realidad y valor de enfermedad más que en una cultura que la reconoce como tal», si descontextualizamos las circunstancias podríamos encontrarnos ante una «contradicción de la experiencia», sin llegar a la vida psicológica del sujeto y por tanto en ausencia de enfermedad. Por otro lado, si como sanciona «las enfermedades mentales lo son de la personalidad toda», tendrán su origen en «las condiciones reales de desarrollo y de existencia de la misma»




Quizá reforzada por la cinematografía y la literatura fantástica, pero también por la experiencia real de propios y extraños, la valoración social de los hospitales psiquiátricos es reconocible en lugares siniestros, donde una parte de la realidad humana, deformada y horrenda, ha de ser vigilada y reprendida con la farmacopea, con electrochoques o lobotomías, técnica esta última que figura como un episodio de barbarie en la historia de la psiquiatría pero que se empleó hasta 1967. Una imagen del averno en la tierra, al modo de Dante como no podría ser de otra forma en la iconografía occidental, donde tienen lugar extraños sucesos, preferentemente durante la madrugada, donde la parapsicología encuentra campo de investigación. Películas como Alguien voló sobre el nido del cuco de Milos Forman (1975), Despertares de Penny Marshall (1990) o más recientemente El intercambio de Clint eastwood (2008) ambientada en los años veinte, recrean con la servidumbre de la corrección historias relacionadas con los manicomios. En la primera, advertimos cómo un delincuente violador es recluido en un hospital psiquiátrico debido a su personalidad desordenada y amenazante, que bajo la inflexible disciplina del centro acaba desencadenando graves enfrentamientos entre los enfermos y el personal médico. En la segunda comprobamos cómo un inquieto neurólogo destinado contra su interés a un hospital psiquiátrico, obstinado en la curación de la encefalitis letárgica con un nuevo medicamento, tendrá que sortear infranqueables obstáculos contra la experimentación e innovación científica, destinada a unos enfermos que son preferibles en estado vegetativo para el sistema sanitario. En el último ejemplo, se nos relata la historia real de una madre en busca de su hijo desaparecido, cuya persistencia llegará a convertirse en un asunto molesto para la incompetente y corrupta policía de Los Ángeles, que acaba sobornando a un psiquiatra para que le certifique una incapacidad mental y así poderla internar en un manicomio.































Enfermedad mental y personalidad supone una de las más originales y tempranas críticas a la psicología moderna, cuando aún la significación de la locura está enajenada de la sociedad, sancionada como una desviación que ha de permanecer oculta, en la misma línea de opacidades que denotan la aversión a la homosexualidad y la delincuencia. Los caminos de Foucault confluyeron en la concesión de una crítica sólida a las instituciones del poder social y político, resaltando a los marginados, los desfavorecidos y en general a quienes son privados de la palabra, dentro de un orden que otorga la imperfección humana a las minorías, pues como asegura «la revolución burguesa ha definido la humanidad del hombre por una libertad teórica y una igualdad abstracta»

DE LAS CIUDADES DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

El periodo histórico que denominamos Revolución Industrial se produce entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX, inicialmente en Gran Bretaña y más tarde en el resto de Europa y Norteamérica. Las características geográficas, las condiciones de la producción agrícola y la organización política de Gran Bretaña fueron algunas de las causas de su liderazgo industrial. A esta primera fase industrializadora le sucedió una segunda Revolución Industrial o Gran Capitalismo hasta la Primera Guerra Mundial, consecuencia de las innovaciones tecnológicas, científicas, sociales y económicas, auspiciada por el colonialismo imperialista que también liderase Gran Bretaña seguida de Francia.

La producción artesanal y la manufactura pasaron a la producción industrial con medios mecánicos que aumentaban progresivamente el rendimiento de los procesos fabriles. La división del trabajo, la concentración masiva de obreros en los centros de producción, las interminables jornadas de trabajo y las insalubres condiciones laborares, serían algunas características universales de los centros industriales. La necesidad de mano de obra, abundante y barata, pudo sustentarse con la revolución agrícola que acontecía paralelamente y redundó en un espectacular aumento demográfico.

La sociedad se hacía cada vez más utilitarista, la esperanza en el progreso científico y técnico crearon la falsa creencia acerca de la definitiva solución de los problemas económicos de la humanidad. Realmente se creyó que la Providencia regía la armonía económica y que a menos que el propio hombre interviniese malogradamente, la industria autorregularía el equilibrio de todos los esfuerzos individuales guiados por la ganancia máxima[1]. De esta forma, las teorías sobre la división del trabajo iniciadas por Adam Smith y más tarde englobadas dentro las técnicas de organización industrial de Frederick Winslow Taylor conocidas como Taylorismo, lograrían la coordinación suficiente para maximizar la producción, aspiración única de los centros fabriles para los intereses económicos de sus propietarios. La esperanza en el desarrollo comenzó a resentirse cuando los movimientos obreros reivindicarían la mejora de sus condiciones laborales, que los anclaba a una miserable existencia en pos del enriquecimiento de los poseedores de los medios de producción.

Pero a tamaña capacidad industrial debía seguirle igual demanda de sus productos; cuando los mercados nacionales y aún el europeo interior y con sus colonias de América se colapsó por saturación, la salida que encontraron los artífices de la fabricación masiva fueron los territorios del África y Asia aún sin explotar. Para ello se crearon falsas necesidades en sus pobladores colonizados, con la única intención de dar salida comercial a la ingente maquinaria productiva, que no declinaba en su constante afán de llenar los bolsillos de la nueva clase burguesa del capitalismo.

EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES Y LOS BARRIOS OBREROS

Las ciudades industriales o ciudades-fábrica crecieron de forma masiva, debido a la inmigración desde el medio rural que venía a nutrir de mano de obra barata a las fábricas. A mediados del siglo XVIII la proporción de habitantes que vivían en las concentraciones de más de 5.000 personas era probablemente superior al 16%; en 1841 era de cerca del 60%; entre 1841 y 1851 se trasladaron a las ciudades 1.800.000 personas, más de la población urbana total entre 1760 y 1770[2]. De los casi 3.5 millones que vivían en Londres y las principales ciudades de Inglaterra y País de Gales en 1851, sólo una tercera parte había nacido en el mismo lugar donde vivían, lo que da cuenta del feroz dinamismo del movimiento emigratorio.

Al principio, fueron las ciudades en las zonas mineras las que experimentaron este proceso; también las situadas en las vías navegables y los puertos marítimos, puesto que el transporte naval constituyó el medio más eficaz disponible para el traslado de materias pesadas. Más tarde, con el desarrollo y perfeccionamiento del ferrocarril y también con la incorporación de la máquina de vapor en la navegación, cuando ya no se dependía de las corrientes de aire que forzaban los viajes a vela hacia ciertos puertos, otras ciudades comenzaron a industrializarse rápidamente cifrando cuantiosos aumentos de su población. La dependencia de la energía motriz de los cauces fluviales para la mecanización fue desplazada por la máquina de vapor, haciendo que ciudades sin esta localización pudieran experimentar similar crecimiento.

Las ciudades del esplendor barroco pudieron de este modo incorporarse también a la cadena industrial, donde además se disponía de un exceso de población miserable para malvivir bajo las exigencias de la producción. La localización de los centros de poder en estas ciudades antiguas benefició también a la estrategia de implantación, al estar relacionados frecuentemente los entes gubernativos y los industriales.
Los primeros barrios, prácticamente improvisados, que debían permitir alojamiento a la cuantiosa clase obrera presentaron unas condiciones de habitabilidad ínfimas; carecían de los servicios mínimos para la higiene y la salubridad humanas, lo que sumado a la densidad de sus ocupantes resultaba en habitaciones deplorables, casi al modo de los establos ganaderos. La contaminación atmosférica por el humo de las fábricas se convirtió en un problema antes insospechado, que comenzó empeorando aún más el ambiente de los barrios obreros, frecuentemente cerca de las fábricas.

Las primeras ciudades victorianas, impersonales, insalubres y violentamente competitivas, crecían con tal rapidez que los municipios eran incapaces de resolver los problemas físicos y sociales de la urbanización. En todos los rincones disponibles se levantaban casas, aunque las calles estuviesen sin pavimentar y no hubiera sistema de alcantarillado subterráneo. Estas condiciones no mejorarían en muchas décadas y los poderes públicos no ejercían el control suficiente para evitar la especulación, que dirigió la comercialización los terrenos y edificios cada vez más demandados ante el crecimiento poblacional.

El contraste entre la clase obrera y los estamentos más favorecidos provocó problemas antes desconocidos; el ambiente de los barrios obreros provocaba repugnancia entre la burguesía urbana. Surgieron algunos reformistas que intentaron acabar con las lacras de los barrios obreros; la burguesía, cada vez más pujante y enriquecida por la prosperidad de sus negocios, comenzó la creación de barrios residenciales, los denominados ensanches y embelleció las zonas antiguas de la ciudad, abriendo nuevas avenidas y levantando monumentos y palacetes en el paisaje urbano. Tal fue el caso de París con el Plan Haussmann bajo el gobierno de Napoleón III[3]. El contraste de las zonas de la burguesía liberal, llena de estas avenidas resplandecientes y colmadas de plazas ostentosas, se alimentó con la sangre muerta de la clase obrera.

LAS CONDICIONES DE VIDA DE LOS OBREROS

Las referencias literarias y las crónicas históricas sobre la calidad de vida en los barrios obreros de las ciudades industriales son abundantes y estremecedoras. En las ciudades-carbón, como las definiera Charles Dickens en su famosa obra Oliver Twist, crecía la mortalidad y el hacinamiento infecto supuso la norma de sus moradores. Las condiciones de vida en los barrios más pobres y superpoblados eran desastrosas; las epidemias de cólera y de tifus eran constantes. Son destacables las descripciones del médico francés Ange Guépin sobre la situación de los obreros en la ciudad de Nantes, recogidas por el historiador del movimiento obrero Edouard Dolléans[4]. En la rue des Fumiers, nos relata, los obreros malvivían en verdaderas cloacas dispuestas por debajo del nivel de la calle; unos pasadizos iniciales de aire húmedo y frío, como si de una caverna se tratara, con un suelo saturado de fango, servía de antesala a las habitaciones. En los flancos de estos pasadizos se repartían habitaciones, también por debajo del nivel de la calle, cuyas paredes destilan agua sucia por sus grietas y fisuras; carentes de más ventilación e iluminación de la que proporcionaban unos diminutos ventanucos enrasados con los techos, sólo el fétido olor que podía provenir de las callejas renovaba el pestilente ambiente interior. El pavimento de estas habitaciones resultaba irreconocible, pues sólo se mostraba una perpetua capa de mugre que se pegaba a los zapatos y que con ellos se repartía por todos los rincones pisables. Por camas disponían de lechos mal sostenidos y al punto de descomponerse, con jergones de harapos, sin sábanas ni almohadas la mayor de las veces. No había necesidad de armarios, nos apunta, pues no había suponemos con qué llenarlos. El médico también enumera los gastos en que incurría una familia obrera de entre cuatro y cinco miembros: 20 francos para el alquiler, 12 para el lavado, 35 para madera y aglomerado como combustible, 15 para luz, 3 para las escasas reparaciones de muebles a que podían aspirar, 12 francos para calzado, considerando que el vestido, la asistencia médica y los fármacos provenían de la beneficencia de algunas órdenes religiosas. En total sumaban 104 francos anuales, que detraídos del salario total de 300 sólo restaban 196 para alimentación, de los cuales 150 debía reservarse para el pan y el resto, 46 francos, apenas llegaban a comprar sal, manteca, coles y patatas.

Edwin Chadwik, el hombre de la cruzada por la sanidad pública, dijo en la década de 1840 que la gente que habitaba Edimburgo y Glasgow o en las buhardillas de Liverpool, Manchester y Leeds vivía en peores condiciones que en las cárceles[5]. También podemos citar las descripciones del sacerdote Andrew Mearns de los barrios obreros de Londres a finales del siglo XIX, haciendo una encomiable labor de denuncia pública. La miseria se convirtió en una marca heredada de la ascendencia; en los peores casos el alcoholismo de los padres, el encarcelamiento, el ingreso en centros mentales o su inexplicable ausencia creaba situaciones familiares donde una niña de doce años hacía las veces de cuidadora y tutora de sus hermanos pequeños[6].

Algunos pensadores del movimiento socialista, como Charles Fourier, propusieron la creación de comunidades pseudo-rurales a las afueras de las ciudades, denominados falansterios, dotados de los medios necesarios para la dignificación de los obreros. En su obra Traité de l’association domestique agricole de 1822, cita las condiciones para el emplazamiento y construcción de este tipo de comunidades[7]. Calculando su población en torno a los 1500/1600 habitantes, determina que se precisaba de al menos una legua cuadrada de superficie. El lugar debía estar provisto de adecuada corriente de agua, en un terreno apto para el cultivo de varios tipos, situado junto a un bosque pero no muy alejado de una gran ciudad, aunque lo suficiente para evitar sus molestias. La composición de sus pobladores debía ser variopinta, aportando diferentes facultades y aptitudes para el desarrollo de la vida en los falansterios. Habría trabajo en los cultivos, manufacturas de productos, escuelas, centros para el arte e instalaciones de asistencia médica. Respecto al problema de valorar los capitales aportados, tales como el terreno, los materiales de construcción, los rebaños y todos los instrumentos, menciona que debía ser resuelto más tarde, pasando de soslayo la organización económica necesaria para estos proyectos. La historia nos ha enseñado que este tipo de utópicas ideas no llegaron más que a eso, sin haberse materializado en la Europa industrializada con suficiente éxito.

EL CASO DE LA CIUDAD DE MANCHESTER

La deslocalización de ciudades susceptibles de ser industrializadas en los cauces de ríos importantes, navegables y/o con suficiente energía cinética para servir a la mecanización de las fábricas, se conseguía mediante la incorporación de la máquina de vapor en los sistemas productivos. Tal fue el caso de Manchester, que experimentó igual crecimiento que las primeras ciudades industriales, pasando de entre 30.000 a 45.000 habitantes en 1760 a más de 70.000 en el año 1800, de los cuales unos 10.000 eran emigrantes irlandeses[8]. Gracias a la obra del pensador Federico Engels, podemos conocer cómo eran las condiciones urbanísticas y sociales de la ciudad de Manchester a mediados del siglo XIX[9], de la cual reelaboro el siguiente texto:

Manchester tiene no menos de 40.000 habitantes. La ciudad está construida de modo que puede vivirse en ella años y años y pasearse diariamente de un extremo a otro, sin encontrarse con un barrio obrero o tener contacto con obreros, hasta tanto uno no vaya de paseo por sus propios negocios. Esto sucede principalmente por el hecho de que, sea por tácito acuerdo, sea por intención consciente y manifiesta, los barrios habitados por la clase obrera están netamente separados de los de la clase media. Manchester encierra en su centro un barrio comercial bastante extenso, de un largo y ancho de cerca de media milla, formado casi en exclusiva por oficinas y negocios. Casi todo el barrio está deshabitado y por la noche, silencioso y desierto; solamente los agentes de policía pasan con sus linternas sordas a través de las calles estrechas y oscuras. Este barrio está recorrido por algunas calles principales por las cuales corre un tráfico enorme y cuyas casas tienen la planta baja ocupada por negocios enormes. Exceptuando este distrito comercial, todo el propio Manchester […] es barrio obrero que se extiende como una larga cinta en una milla y media alrededor del barrio comercial. Más allá de esta línea se asienta la opulenta y media burguesía. La mediana, en calles bien trazadas, cerca del barrio obrero, la opulenta, en las casa lejanas con jardines en forma de villas […] en una atmósfera libre y pura, en habitaciones cómodas y suntuosas frente a las cuales pasan cada cuarto o cada media hora los ómnibus que llevan a la ciudad.

En las calles principales se encuentran de ambos lados una serie interrumpida de negocios que pertenecen a la media y a la pequeña burguesía, la cual los mantiene, por su propia conveniencia, con un aspecto decente y limpio. Como estos negocios tienen relaciones con las zonas que los rodean son más elegantes en el barrio comercial y en la vecindad de los barrios burgueses que en las proximidades de los cottages obreros […]. Se pueden apreciar desde las calles principales los barrios circundantes, pero no así los verdaderos barrios obreros. Sé bien que esta hipócrita forma de construir es más o menos común a todas las grandes ciudades, pero no he visto nunca como en Manchester tal exclusión sistemática de la clase obrera de las calle principales […]

[…] Las 200 casas que pertenecen a la Manchester vieja han sido abandonadas por sus antiguos habitantes, sólo la industria ha hecho ocuparlas por una legión de obreros que ahora están alojados en ellas; han construido en la más pequeña superficie libre, entre estas casa viejas, para procurar un techo a las masas traídas de regiones agrícolas y de Irlanda; sólo la industria permite a los propietarios de estos establos alquilarlos a altos precios como habitaciones, explotar la miseria de los obreros […]

En el texto observamos claramente todos los preceptos que han desarrollado las ciudades industriales: incremento demográfico por la inmigración desde zonas rurales, superpoblación de barrios obreros y hacinamiento de sus edificios en condiciones de excepcional miseria e insalubridad humana, exclusión urbanística de los barrios obreros, la opulenta reforma de los barrios burgueses para diferenciar su clase de la anterior y la especulación de los terrenos y edificios, que sirvieron para la voraz demanda de pseudo-viviendas para la inmigración.

LAS REMINISCENCIAS DE LA CIUDAD INDUSTRIAL

Actualmente podemos diferenciar con claridad los reductos de la transformación urbana de las ciudades europeas durante la Revolución Industrial y luego el Gran Capitalismo. Aunque durante el siglo XX las principales ciudades crecieron, disminuyeron o se transformaron según múltiples factores, en el plano que nos muestra la morfología urbana es posible rastrear el origen de cada zona, hoy dedicada a otras funciones y habitantes que en su momento de creación. Dentro del esquema-síntesis de la ciudad europea tipo[10] son identificables las siguientes áreas:

El núcleo central y antiguo o centro histórico, que se dispone en torno a la catedral medieval, frecuentemente cerca del cauce de un río. Los límites de este centro, anterior al siglo XIX, se marcan por anchas avenidas en el lugar de las antiguas murallas, reemplazando su traza, cuando la concepción de los restos del pasado no se entendía al modo actual del patrimonio. En los centros históricos la población ha envejecido y la densidad es considerablemente alta, por el incremento de la esperanza de vida principalmente. La red vial no se ha podido adaptar al tráfico rodado moderno, lo que provoca frecuentes atascos y congestiones del transporte, que sumado a la paulatina peatonalización de las calles más afectadas, convierten a los centros históricos en zonas intrincadas e inaccesibles. Las clases populares se han marchado mayoritariamente, cuando los centros de producción y las principales sedes del sector servicios han ido abandonado lentamente el hábitat del centro antiguo, sacrificando las ventajas de la vida cultural —museos, iglesias, centros de arte, salas de exposiciones, conciertos— y la belleza de los barrios históricos. Se opera una renovación que intenta restaurar las antiguas edificaciones en provecho de las clases privilegiadas, fruto de la especulación inmobiliaria, que suscribe aún más la incapacidad para permanecer a las clases populares así como los más antiguos habitantes, desplazados hacia el extrarradio. Actualmente los centros históricos concentran las funciones de ocio y turismo, principalmente.

Los arrabales y barrios del siglo XIX en la periferia inmediata al centro histórico. Conservan un plano irregular de calles estrechas organizadas alrededor de una iglesia o de una plaza. Las construcciones masivas del siglo XX, producto de la explotación urbana ligada al capitalismo industrial, se han superpuesto a los barrios antiguos. Estos barrios del XIX son residencias de la clase burguesa, grandes almacenes comerciales, franquicias de firmas importantes, sedes de compañías aseguradoras, enormes edificios de las centrales bancarias, así como administraciones y ministerios. Las grandes estaciones ferroviarias de mediados del siglo XIX materializan el límite entre los negocios tradicionales y las zonas de producción industrial.

Los barrios industriales y sus alrededores, repartidos por los límites de la ciudad del siglo XX y delimitados por amplias avenidas. La población obrera se reemplaza entre los trazados de la vía férrea, los talleres y fábricas de inmensa superficie que datan de la Revolución Industrial. La nueva localización industrial, tendente a los polígonos dotados de mejores infraestructuras para el transporte de mercancías, ubicados fuera de las áreas urbanas y metropolitanas, han dejado disponibles enormes terrenos de gran valor inmobiliario para la construcción de edificios residenciales para las clases medias. Incluso los viejos edificios industriales del siglo XIX y hasta del XVIII, donde antes se afanaran los obreros en los telares mecánicos, las fundiciones, las transformaciones metalúrgicas o los aserraderos, hoy se han reconvertido en viviendas tipo loft de amplios y diáfanos espacios de singular diseño, donde las clases emergentes encuentran el distintivo social por su adquisición.


[1] Chueca Gotilla, Fernando · Breve historia del urbanismo · Alianza Editorial · Madrid, 2011
[2] Deane, Phyllis · La Primera Revolución Industrial · Ediciones 62 · Barcelona, 1972
[3] López García, Jesús · Geografía urbana · Ediciones Akal · Madrid, 1987
[4] Dolléans, Edouard · Historia del movimiento obrero, 1830-1871 · Editorial Zero · Madrid, 1969
[5] Ibídem 2
[6] Hall, Meter · Ciudades del mañana. Historia del urbanismo en el siglo XX · Ediciones del Serbal · Barcelona, 1996 · Capítulo 2 · La ciudad espantosa. La reacción ante los barrios pobres de la ciudad del siglo XIX: Londres, París, Berlín, Nueva York. 1880-1900
[7] Artola, Miguel · Textos fundamentales para la historia · Revista de occidente · Madrid, 1973
[8] Ibídem 1
[9] Engels, Federico · La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845) · Ediciones Futuro · Buenos Aires, 1965
[10] Lacoste, Yves · Ghirardi, Raymond · Geografía General, Física y Humana · Editorial Oikos-Tau · Barcelona, 1983

EL TURISMO DE MASAS Y LA MASIFICACIÓN DEL TURISMO ALTERNATIVO

El turismo de masas, esa industria de la que España se ha nutrido abundantemente pues, no en vano, nuestro sector más rentable continua siendo los servicios relacionados con el mismo, ha transformado la sociedad en la misma línea de los artefactos consumistas que nos rodean. Recordando aquellos viajes de románticos, dibujantes y relatores de otras culturas, soñadores de paisajes que materializaban sus ideas en, por ejemplo, las Alpujarras granadinas, o aquellos exploradores que se lanzaran, durante la segunda gran expansión colonialista de las potencias europeas en el siglo XIX, al descubrimiento de África al modo del doctor Livingstone, comprobamos que mucho de aquellos años hay en la fabricación del turismo cultural actualmente.

Porque como nada escapa de las redes de la globalización, de las etiquetas de fabricación, de los estereotipos y de las imágenes artificiales, cualquiera que decida adentrarse en el África profunda o en la India más rural tiene en su mente el ideal de explorador o antropólogo que dedica su vida al estudio de otras culturas. Pero tales viajes ya se inventaron y a menos que nos sintamos Marco Polo, si la industria turística más alternativa —que no deja de ser una visión economicista— pone en la mano de cualquiera a cambio de dos o tres mil euros un viaje exótico, con la posibilidad de seguir los pasos de los grandes descubridores, pero con garantías higiénico-sanitarias, muy pocos se adentran por su cuenta y riesgo en tamaños vergeles.

Pero lo más importante de todo ese turismo exótico y cultural a los niveles de sociedades tribales, comunidades ancladas en modos de vida sostenibles y milenarios, es que incluso la industria del turismo, como nos indica Valcuende del Río, ha preparado esa cultura para la visita de personajes equipados con cámaras fotográficas y cremas antimosquitos, para recibirlos con los brazos extendidos en busca de propinas; tienen la posibilidad de vender su modo de vida, aunque sólo sea para reforzarles las ventajas de sus confortables vidas occidentales. Como no podemos dejar de convenir, no deja de ser lamentable que un grupo de adinerados europeos visiten un poblado rural de alguna región de Indonesia, pongamos por caso, para tomar conciencia de un sistema socio-económico minado por la carestía de medios, pero visto como el ideal bucólico y en este caso tropical. Ellos no sienten estar en un zoológico de seres humanos, sino que están dichosos porque al regreso enseñarán las fotos con niños sonrientes que les ponen al cuello filigranas de flores que ofrecen por unos pocos euros. Luego, en estas zonas colonizadas por los resorts de alto lujo, toman baños en paradisíacas playas que los grandes tour-operadores han comprado a los gobiernos locales, vendiéndoles la papeleta del progreso como única salvación en un mundo sometido a las leyes de la economía de mercado. Este tipo de implantación de los proveedores de servicios turísticos, están en casi todos los países subdesarrollados con exuberantes paisajes costeros, con un denominador común: el único desarrollo sostenible local que observamos es la empleabilidad de unos pocos nativos que hablan inglés, se visten de camareros y sirven cócteles inauditos a los turistas o preparan sus habitaciones con exóticos perfumes y flores. A ninguno se le ha planteado desde las administraciones locales en qué medida están contribuyendo al deterioro del medio ambiente, en qué forma se están alterando las prácticas locales de pesca tradicional, qué parte de los beneficios están redundando en la mejora de las infraestructuras del país o qué implicaciones tiene la privatización de los espacios costeros en cuanto a la flora y la fauna autóctonas.

También asistimos a un proceso de envasado del turismo “mochilero” enfocado a la India y gran parte de los países asiáticos. Si bien hace décadas la única forma de recorrer estos territorios con diez veces más coste de billete de avión que de manutención, hoy los tour-operadores trazan rutas por donde llevan de la mano al afanado turista occidental que desea, ante todo, un acceso a los niveles estéticos del hinduismo o del budismo, lejos, muy lejos de la realidad de sus territorios, para nuevamente contarlo en fotos y argumentos banales en la sociedad moderna donde vive.

Respecto al turismo deportivo relacionado con la naturaleza —esquí, alpinismo, senderismo, rapel, espeleología, etc.— donde el alpinismo cobra el máximo exponente quizá en la relación actividad-geografía, se tienen por ejemplos muy significativos los himalayas entre La India, China y Nepal. El monte Everest, como es sabido el más alto del mundo y por tanto cumbre del alpinismo, hoy está al alcance de casi toda la población, más que por su nivel deportivo por su capacidad económica, pues existen empresas que disponen todo tipo de comodidades al montañista para que, a menos que se presente una tormenta imprevista, haga cumbre, se saque la foto, viva unas semanas en un poblado nepalí como un rey y al regreso a su sociedad occidental sea el centro de atención en reuniones y cenas. La cuestión, a niveles deportivos o alpinísticos, no es ya subir a la montaña, sino batir marcas, como la persona que más veces ha subido, la persona más anciana, la más joven, hacerlo por la ruta más difícil, hacerlo sin oxígeno auxiliar o hacerlo, jocosamente, a la pata coja. En el gobierno nepalí sólo queda un ingreso por derechos de ascensión que supuestamente cubre las tareas de limpieza y adecuación que el turismo, ya de masas también, va ensuciando y alterando, aunque la realidad sea bien diferente. Ante tamaña cosificación del alpinismo en la cordillera del Himalaya ya se han posicionado asociaciones y federaciones de alpinistas, denunciando que la masificación en la zona devendrá en una pérdida de autenticidad de los valores que sustentan el verdadero espíritu del alpinismo.

TURISMO Y POLÍTICA

En todo caso, en los ejemplos propuestos sobre países de carácter exótico para la sociedad occidental, existe al menos una conciencia de otra cultura que es en sí misma el reclamo principal del viaje. Ese puede ser considerado el patrimonio inmaterial que el turista ansía, toda vez que el material también está puesto en valor, objetivamente, en forma de edificios religiosos o civiles, zonas arqueológicas o impresionantes accidentes geográficos. Pero el mayor problema, al parecer, cuando la politización del discurso abriga todo un aparato para generar patrimonio, es la reversión del proceso: esto es, la creación de una idea de patrimonio para justificar una industria del turismo. Quizá no al punto de sacar de la manga, por arte de magia o de política, unos sin iguales hallazgos arqueológicos que deben musealizarse, la creación de un nuevo Centro de Arte Contemporáneo que polarice las visitas a tal ciudad, la puesta en valor tras una innovadora restauración de una catedral gótica, o ensalzar, con la reciente memoria histórica, el lugar de fusilamiento de un regimiento republicano. Más bien la crítica se dirige a la puesta en valor de un determinado elemento patrimonial, cuando existen otros que duermen un letargo infinito por la falta de financiación, en este caso, de interés político.

LA DESVIRTUACIÓN DEL PATRIMONIO

Aunque es evidente que el turismo, como motor de desarrollo económico, permite en muchos casos un mantenimiento, difusión y protección de los elementos patrimoniales, en otros, concursa hacia la destrucción, tanto no física como subjetiva, de los verdaderos valores culturales que subyacen tras el estereotipo. Un ejemplo significativo es el turismo cultural en ciudades históricas. En demasiados casos, un turismo artificial y cultureta que acude masivamente a las ciudades históricas, impulsando una red de establecimientos a su séquito, atomizados por tiendas de souvenirs y restaurantes que toman la vía pública con el contubernio de las administraciones locales, en una relación de causa-efecto, acción-recaudación, sin considerar el eco etnológico e histórico a que se deben sus más antiguos rincones urbanos. Los residentes de estas ciudades históricas y eminentemente turísticas se sienten, sencillamente, evadidos de su propia identidad, cuando les resulta imposible pasear cómodamente por las antiguas plazas y calles del casco antiguo, o cuando asisten estupefactos a la regulación de acceso a espacios tradicional e históricamente públicos, como el caso del Patio de los Naranjos de la catedral sevillana. Porque debemos convenir, también, que hacer dos o tres horas de cola para hacerse una foto en la cúspide de la torre Eifel, en el borde la Fontana di Trevi o esperar seis meses para almorzar en el restaurante Alzak, son signos que evidencian la pérdida del sentido verdadero de la cultura, sea material e inmaterial.

En tal sentido, podemos afirmar que se produce una desvirtuación del elemento cultural, que ha cedido sus formas y contenidos a una industria que persigue la máxima rentabilidad de las inversiones. A tal punto existe el síndrome del turista estresado, cual participante de una gran gincana que consiste en poner el pie y la lente de la cámara fotográfica en una serie de lugares recomendados contenidos en una lista, imprescindibles iconos del patrimonio cultural, sin los que difícilmente tenga sentido invertir el tiempo y el dinero de las vacaciones anuales.

INGENIERIA SOCIAL

Desde que el navegante portugués Vasco de Gama arribara a las costas de Calicut en 1498, hasta el proceso de independencia de acciones parlamentarias iniciado en 1920 y auspiciado por Gandhi, La India ha experimentado diversos procesos de colonización en el escenario protagonizado por los países europeos más desarrollados en la época, entre los que predominó por su duración y repercusión el mantenido por el Imperio Británico. La India es un ejemplo entre otros tantos que hunde las causas del subdesarrollo en la colonización como factor determinante, aunque podemos destacar otros que sinérgicamente contribuyen al establecimiento del llamado Tercer Mundo, término acuñado por el demógrafo francés Alfred Sauvy en 1950 como símil del Tercer Estado utilizado en el siglo XVIII durante la Revolución Francesa. La colonización histórica alcanza el máximo desarrollo entre los siglos XV-XIX, referida al dominio europeo sobre la práctica totalidad del planeta, destacando un sistema económico desigual entre las transacciones de materias primas y productos fabricados, que finalmente en los procesos de descolonización producen países desprovistos de capacidad económica, industrial, tecnológica y financiera.

En los siglos que precedieron a la Revolución Industrial de Europa el sistema productivo agrario y ganadero se mantenía, básicamente, para satisfacer las necesidades de la masa de población, principalmente campesinos, y hacer frente al pago de las recaudaciones por las que eran sometidos. Ya en el siglo XIX, debido a las transformaciones económicas devenidas de la Segunda Revolución Industrial y con la intensificación de los intercambios comerciales, la población comienza a gozar de niveles de vida cada vez más altos en Europa occidental, a la par que en América Latina, Asia y África el nivel decrece. Mientras en Europa las revoluciones sociales conducen a un mejoramiento sustancial en las condiciones de trabajo y de la sanidad, apoyadas por los avances científicos y la capacidad industrial y tecnológica, en Asia se producen grandes modificaciones agrarias: las tierras que antaño habían trabajado los campesinos colectivamente —aunque propiedad del soberano pertenecían de facto a los campesinos por el pago de los impuestos— resultaron en las manos de poderosos aliados de los colonizadores europeos. Al introducirse el sistema de propiedad privada se permitió que una nueva clase de grandes propietarios —terratenientes— acaparase la mayoría de la cosecha de los campesinos, condenados a trabajar unas tierras que desposeían. En otras zonas de África y de Indonesia los campesinos fueron gravados con importantes impuestos y obligados a cultivar productos destinados únicamente a la exportación, en perjuicio de los tradicionales de subsistencia. Este es un cambio muy importante que los británicos introdujeron en La India y que claramente acabaría perjudicando a la población nativa en cuanto a su estructura socio-económica.

Habida cuenta de las profundas diferencias sociales del capitalismo, desde la primera globalización colombina, advertimos que una de las consecuencias más desastrosas del colonialismo imperialista ha sido crear necesidades falsas en los países sometidos, para dar salida a los excedentes productivos y seguir generando riqueza, como forma de totalitarismo económico frente al que poco podía hacer la población subyugada. Por entonces no existían movimientos de alcance internacional en defensa de los pueblos dominados, no había conciencia sobre las consecuencias de trasplantar el modelo consumista, no existía la etnología como forma de preservación de los usos y costumbres locales, como ningún artífice del sometimiento reparaba en las cadenas que asentaban sobre la capacidad de independencia en el futuro para estos países esquilmados. La tecnología y los avances científicos han ido de la mano del poder político para la satisfacción de las clases privilegiadas, imperialistas, colonialistas, en suma totalitarismos del dominio de unos pocos sobre una mayoría explotada, hipotecando el futuro de los pueblos económica y militarmente inferiores, haciéndolos aún hoy dependientes y minusválidos.

Durante el más diabólico invento que ha conocido la historia como el nacionalsocialismo o régimen nazi —sólo igualable a las negras instituciones de la iglesia católica en el pasado y a la esclavitud indígena que auspiciara España en sus siglos de resplandeciente hegemonía mundial—, que permitió que un país hundido por los gravámenes de la Iª Guerra Mundial se descubriera en sólo veinte años como aspirante a potencia económica mundial incontestable, la tecnología y la ciencia volvieron a estar en manos de los verdugos de las clases en riesgo de exclusión, marginación, persecución y genocidio. Hemos visto en el documental sobre la medicina nazi hasta qué punto llegaron los portadores del juramento hipocrático a tergiversar y deformar su deontología profesional por servir al poder. Vaga aportación a este ensayo sería la enumeración de experimentos médicos que se cobraban la vida de los injuriados en los campos de exterminio; nada nuevo serviría en describir los ya conocidos métodos para el asesinato sistemático de seres humanos disminuidos y enfermos, así como la esterilización de los indeseables ante el prisma de visión nazi, en un deplorable proyecto de eugenesia al servicio del devastador Tercer Reich. Toda referencia sería vana para transmitir tamaña crueldad que la tecnología y la ciencia hicieron posible, cuando la ética de sus hacedores quedó aplastada por el credo nazi.

En las clases sobre electricidad impartidas en las escuelas técnicas superiores de ingenieros y en las facultades de medicina, aún hoy, se estudian las reacciones del cuerpo humano cuando se somete a descargas eléctricas que van aumentando en duración e intensidad. Existen rigurosos gráficos que muestran cuál es la respuesta de los sistemas cardiovascular y nervioso cuando una corriente eléctrica atraviesa el cuerpo, dependiendo de su amperaje, voltaje y duración, desde el leve cosquilleo o erizado del vello corporal hasta la muerte por fibrilación ventricular o asfixia por parada respiratoria irreversible. Otros tantos, como quemaduras, tetanización, contracciones musculares, inconsciencia o dificultades respiratorias, que median entre el cosquilleo y la muerte, fueron descritos en estudios alemanes durante el régimen nazi que tuvieron como material de ensayo a judíos y marginados, nuevamente las víctimas del totalitarismo político, social y económico. Las descargas eléctricas que se aplicaban en la silla eléctrica en los países que la emplearon para ejecutar la pena de muerte, basadas en estos estudios, perseguían primero causar la inconsciencia del reo para después aplicar la descarga justa que paralizada el corazón, evitando que el cuerpo ardiese o el condenado sufriera episodios de fibrilación ventricular, quemaduras graves o asfixia. Lamentablemente no siempre pudieron evitarse y existen casos registrados de padecimientos inhumanos debidos a errores en la administración de las descargas, motivo por el que en el año 2008 fue declarada inconstitucional en los EEUU.

Reflexivamente debemos advertir que el cometido de la ciencia y la tecnología al servicio del ser humano para facilitar, mejorar y preservar la vida no siempre fue tal, ni siquiera con los sueños de los grandes científicos cuando pensaban que sus avances acabarían con el hambre, las enfermedades y las desigualdades económicas. Efectos como el cambio climático, los accidentes nucleares en las centrales de generación eléctrica, los efectos secundarios de fármacos insuficientemente estudiados o el sometimiento a la contaminación acústica en las aglomeraciones urbanas, se perfilan como problemas irresolubles cuando enfilamos el siglo XXI siendo herederos de las magnas lecciones de la historia.

PUBLICIDAD Y DOMINACIÓN SIMBÓLICA


Los esfuerzos de los partidos políticos que abogan por medidas en beneficio de los sectores más desfavorecidos, los debates acerca de las formas de ideologías de izquierdas o derechas, el supuesto estado de bienestar de la sociedad, la justicia laboral y, en definitiva, toda idea que intente dirimir las tensiones que impidan el verdadero crecimiento del ser humano, están aplastadas por las estrategias de quienes poseen los bastidores de donde cuelgan los hilos.

Participemos de la idea sobre el objetivo de las empresas capitalistas —no sé si esto es una redundancia— que plantean y exigen sus accionistas: maximizar el beneficio reduciendo los costes hasta los mínimos posibles, e incrementando las ventas hasta donde el mercado pueda absorber. No importa si vendemos efímeros objetos que en realidad nadie necesita; no está en el debate si contaminamos el medio ambiente con su fabricación, mantenimiento y reciclaje; tampoco vamos a analizar si nuestras campañas publicitarias son éticas e incluso legales; igual que la educación social, el respecto por los derechos humanos o las implicaciones sobre las libertades individuales no son nuestro cometido. Debemos hacer todo lo posible por vender cuanto más mejor, abatir las cifras de la competencia, posicionarnos como los líderes del mercado, incrementar los beneficios hasta cifras inauditas y explosivas, crear estilos de vida con nuestros colores y logotipos, debemos formar parte de la vida cotidiana de las personas hasta el punto de disolver el discurso racional, medioambiental, político o ético. Pagaremos cuantiosos incentivos salariales a quienes pongan toda su formación, creatividad e ingenio en hacerlo posible. Contamos contigo, joven entusiasta que deseas triunfar con tu flamante título universitario en ciencias económicas, publicidad y marketing, administración y dirección de empresas, ingeniería industrial, licenciado en derecho… pero antes acepta un consejo primordial en el mundo competitivo en el que ahora ingresas: deja en el archivo los apuntes de filosofía, de ética comercial, de deontología profesional y cuantas ideas tengas al respecto; créenos, esa cosas no sirven para ganar dinero. Si no sirves para esto date la vuelta, porque por menos de lo que te pagamos hay mucha gente interesada en el puesto.

¿Cómo se consigue bajar los costes y aumentar las ventas? En primer lugar bajando la calidad de los materiales hasta los mínimos aceptables por los controles de calidad externos, agotando las cuotas de contaminación legales e incluso falseando los resultados de nuestros residuos, suscribiendo contratos de explotación con comunidades rurales que perderán sus recursos naturales, invirtiendo en espionaje industrial para hacernos con patentes y derechos de fabricación, abriendo talleres en aquéllos países donde menos preciada sea la mano de obra, manteniendo la sede social donde más leve resulte la presión fiscal, y por supuesto, aprovechando cualquier resquicio legal para operar en el límite de los compromisos con trabajadores, concesiones, proveedores y administraciones públicas. En segundo lugar, cuando estamos seguros de haber fabricado por los mínimos costes posibles, vender al máximo precio y acaparar la máxima cuota de mercado. Para vender caro y en mucha cantidad hay que desplegar campañas publicitarias agresivas, hacer creer a nuestros potenciales compradores que no pueden seguir viviendo sin nuestros productos, rechazando cualquier sustituto de otra marca.

La publicidad es un conjunto de estrategias y de técnicas que abundan en todas las disciplinas del conocimiento que han creado las ciencias humanas. Los países occidentales se caracterizan actualmente por la existencia de una imperiosa economía de mercado y por la total libertad de expresión, sólo rebatida en la acertada tesis del estado de derecho que asevera: el derecho de un individuo acaba cuando comienza el de otro, aunque esto sea difícil y lento en su instrumentación jurídica. Esta caracterización implica tres cuestiones que son imprescindibles para el desarrollo del capitalismo empresarial: primero, que existe un mercado libre de trabajo donde quienes sólo disponen de su fuerza de trabajo e intelecto no pueden menos que entregarse a los intereses comerciales de las empresas; segundo, que también existe un mercado de oferentes caracterizado la mayor de las veces por la libre competencia sin mayor regulación que las reglas de la misma —y sobre la libre competencia se cree que es el sistema que garantiza la minimización de los precios de venta al público—; por último, que en una sociedad de libre expresión cualquier empresa, empleando los cauces legalmente establecidos para ello, puede desplegar campañas publicitarias de toda índole, contenido y alcance. Cuestión aparte será la sanción, anulación o detracción que el orden jurídico pueda establecer contra las estrategias que vulneren los derechos humanos o atenten contra la sensibilidad de algunos colectivos. Pero hasta esta forma arriesgada de publicidad obtiene su fin último, como hemos visto, acaparando la opinión pública, abriendo debates sociales donde el protagonista que es la marca comercial sancionada. Incluso en el orden político resulta extremadamente complicado, como hemos visto en España, sentenciar a un determinado partido político por pertenecer a fracciones nacionalistas de carácter terrorista.

El capitalismo es el único sistema socioeconómico, se ha dicho recientemente en bastantes foros mediáticos, que patenta la estabilidad y las mayores cuotas de satisfacción social, toda vez que permite que el antes proletariado ahora pueda formar parte de la cadena consumista, sin sufrir riesgo de exclusión social. Parece, de alguna forma, que si puedes vestir a la moda, comprar los productos alimenticios más sofisticados, conducir un coche y pasar un mes de vacaciones al año en los lugares más solicitados, estás integrado socio-económicamente y puedes ser feliz. Esta es sin duda la mayor mentira que el sistema capitalista ha vendido a las sociedades avanzadas del orden occidental, tendiendo fuertes opacidades sobre los verdaderos intereses capitalistas: la conquista de los mercados y la conducción simbólica de la sociedad, ocultando, como afirma Bordieu, las relaciones de fuerza verdaderas como proceso para enmascarar su dominación.

Las empresas que se benefician de esta simbiosis afirman que el intervencionismo estatal es un atentado contra el conjunto de libertades individuales del ciudadano. Las empresas que desean mantener sus cifras de venta aseguran que la libre competencia garantiza los derechos de los consumidores, porque cualquier empresa acepta que para posicionarse debe incrementar la satisfacción de los clientes. Quienes más saben sobre opinión pública, quienes más han estudiado el comportamiento humano, quienes más invierten en sondeos demoscópicos son precisamente las empresas, que buscan colocar su producto a cualquier riesgo ambiental, ético, legal o deontológico.

La crisis económica que atravesamos, un embate más duro que los habituales ciclos de prosperidad capitalistas, nos permite que un grueso de la sociedad recapacite y despierte de la anestesia del consumismo. Pasar de una sociedad del TENER a una sociedad del SER, debería ser la recompensa que nos depare atravesar tan aciagos tiempos.