DE LAS CIUDADES DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

El periodo histórico que denominamos Revolución Industrial se produce entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX, inicialmente en Gran Bretaña y más tarde en el resto de Europa y Norteamérica. Las características geográficas, las condiciones de la producción agrícola y la organización política de Gran Bretaña fueron algunas de las causas de su liderazgo industrial. A esta primera fase industrializadora le sucedió una segunda Revolución Industrial o Gran Capitalismo hasta la Primera Guerra Mundial, consecuencia de las innovaciones tecnológicas, científicas, sociales y económicas, auspiciada por el colonialismo imperialista que también liderase Gran Bretaña seguida de Francia.

La producción artesanal y la manufactura pasaron a la producción industrial con medios mecánicos que aumentaban progresivamente el rendimiento de los procesos fabriles. La división del trabajo, la concentración masiva de obreros en los centros de producción, las interminables jornadas de trabajo y las insalubres condiciones laborares, serían algunas características universales de los centros industriales. La necesidad de mano de obra, abundante y barata, pudo sustentarse con la revolución agrícola que acontecía paralelamente y redundó en un espectacular aumento demográfico.

La sociedad se hacía cada vez más utilitarista, la esperanza en el progreso científico y técnico crearon la falsa creencia acerca de la definitiva solución de los problemas económicos de la humanidad. Realmente se creyó que la Providencia regía la armonía económica y que a menos que el propio hombre interviniese malogradamente, la industria autorregularía el equilibrio de todos los esfuerzos individuales guiados por la ganancia máxima[1]. De esta forma, las teorías sobre la división del trabajo iniciadas por Adam Smith y más tarde englobadas dentro las técnicas de organización industrial de Frederick Winslow Taylor conocidas como Taylorismo, lograrían la coordinación suficiente para maximizar la producción, aspiración única de los centros fabriles para los intereses económicos de sus propietarios. La esperanza en el desarrollo comenzó a resentirse cuando los movimientos obreros reivindicarían la mejora de sus condiciones laborales, que los anclaba a una miserable existencia en pos del enriquecimiento de los poseedores de los medios de producción.

Pero a tamaña capacidad industrial debía seguirle igual demanda de sus productos; cuando los mercados nacionales y aún el europeo interior y con sus colonias de América se colapsó por saturación, la salida que encontraron los artífices de la fabricación masiva fueron los territorios del África y Asia aún sin explotar. Para ello se crearon falsas necesidades en sus pobladores colonizados, con la única intención de dar salida comercial a la ingente maquinaria productiva, que no declinaba en su constante afán de llenar los bolsillos de la nueva clase burguesa del capitalismo.

EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES Y LOS BARRIOS OBREROS

Las ciudades industriales o ciudades-fábrica crecieron de forma masiva, debido a la inmigración desde el medio rural que venía a nutrir de mano de obra barata a las fábricas. A mediados del siglo XVIII la proporción de habitantes que vivían en las concentraciones de más de 5.000 personas era probablemente superior al 16%; en 1841 era de cerca del 60%; entre 1841 y 1851 se trasladaron a las ciudades 1.800.000 personas, más de la población urbana total entre 1760 y 1770[2]. De los casi 3.5 millones que vivían en Londres y las principales ciudades de Inglaterra y País de Gales en 1851, sólo una tercera parte había nacido en el mismo lugar donde vivían, lo que da cuenta del feroz dinamismo del movimiento emigratorio.

Al principio, fueron las ciudades en las zonas mineras las que experimentaron este proceso; también las situadas en las vías navegables y los puertos marítimos, puesto que el transporte naval constituyó el medio más eficaz disponible para el traslado de materias pesadas. Más tarde, con el desarrollo y perfeccionamiento del ferrocarril y también con la incorporación de la máquina de vapor en la navegación, cuando ya no se dependía de las corrientes de aire que forzaban los viajes a vela hacia ciertos puertos, otras ciudades comenzaron a industrializarse rápidamente cifrando cuantiosos aumentos de su población. La dependencia de la energía motriz de los cauces fluviales para la mecanización fue desplazada por la máquina de vapor, haciendo que ciudades sin esta localización pudieran experimentar similar crecimiento.

Las ciudades del esplendor barroco pudieron de este modo incorporarse también a la cadena industrial, donde además se disponía de un exceso de población miserable para malvivir bajo las exigencias de la producción. La localización de los centros de poder en estas ciudades antiguas benefició también a la estrategia de implantación, al estar relacionados frecuentemente los entes gubernativos y los industriales.
Los primeros barrios, prácticamente improvisados, que debían permitir alojamiento a la cuantiosa clase obrera presentaron unas condiciones de habitabilidad ínfimas; carecían de los servicios mínimos para la higiene y la salubridad humanas, lo que sumado a la densidad de sus ocupantes resultaba en habitaciones deplorables, casi al modo de los establos ganaderos. La contaminación atmosférica por el humo de las fábricas se convirtió en un problema antes insospechado, que comenzó empeorando aún más el ambiente de los barrios obreros, frecuentemente cerca de las fábricas.

Las primeras ciudades victorianas, impersonales, insalubres y violentamente competitivas, crecían con tal rapidez que los municipios eran incapaces de resolver los problemas físicos y sociales de la urbanización. En todos los rincones disponibles se levantaban casas, aunque las calles estuviesen sin pavimentar y no hubiera sistema de alcantarillado subterráneo. Estas condiciones no mejorarían en muchas décadas y los poderes públicos no ejercían el control suficiente para evitar la especulación, que dirigió la comercialización los terrenos y edificios cada vez más demandados ante el crecimiento poblacional.

El contraste entre la clase obrera y los estamentos más favorecidos provocó problemas antes desconocidos; el ambiente de los barrios obreros provocaba repugnancia entre la burguesía urbana. Surgieron algunos reformistas que intentaron acabar con las lacras de los barrios obreros; la burguesía, cada vez más pujante y enriquecida por la prosperidad de sus negocios, comenzó la creación de barrios residenciales, los denominados ensanches y embelleció las zonas antiguas de la ciudad, abriendo nuevas avenidas y levantando monumentos y palacetes en el paisaje urbano. Tal fue el caso de París con el Plan Haussmann bajo el gobierno de Napoleón III[3]. El contraste de las zonas de la burguesía liberal, llena de estas avenidas resplandecientes y colmadas de plazas ostentosas, se alimentó con la sangre muerta de la clase obrera.

LAS CONDICIONES DE VIDA DE LOS OBREROS

Las referencias literarias y las crónicas históricas sobre la calidad de vida en los barrios obreros de las ciudades industriales son abundantes y estremecedoras. En las ciudades-carbón, como las definiera Charles Dickens en su famosa obra Oliver Twist, crecía la mortalidad y el hacinamiento infecto supuso la norma de sus moradores. Las condiciones de vida en los barrios más pobres y superpoblados eran desastrosas; las epidemias de cólera y de tifus eran constantes. Son destacables las descripciones del médico francés Ange Guépin sobre la situación de los obreros en la ciudad de Nantes, recogidas por el historiador del movimiento obrero Edouard Dolléans[4]. En la rue des Fumiers, nos relata, los obreros malvivían en verdaderas cloacas dispuestas por debajo del nivel de la calle; unos pasadizos iniciales de aire húmedo y frío, como si de una caverna se tratara, con un suelo saturado de fango, servía de antesala a las habitaciones. En los flancos de estos pasadizos se repartían habitaciones, también por debajo del nivel de la calle, cuyas paredes destilan agua sucia por sus grietas y fisuras; carentes de más ventilación e iluminación de la que proporcionaban unos diminutos ventanucos enrasados con los techos, sólo el fétido olor que podía provenir de las callejas renovaba el pestilente ambiente interior. El pavimento de estas habitaciones resultaba irreconocible, pues sólo se mostraba una perpetua capa de mugre que se pegaba a los zapatos y que con ellos se repartía por todos los rincones pisables. Por camas disponían de lechos mal sostenidos y al punto de descomponerse, con jergones de harapos, sin sábanas ni almohadas la mayor de las veces. No había necesidad de armarios, nos apunta, pues no había suponemos con qué llenarlos. El médico también enumera los gastos en que incurría una familia obrera de entre cuatro y cinco miembros: 20 francos para el alquiler, 12 para el lavado, 35 para madera y aglomerado como combustible, 15 para luz, 3 para las escasas reparaciones de muebles a que podían aspirar, 12 francos para calzado, considerando que el vestido, la asistencia médica y los fármacos provenían de la beneficencia de algunas órdenes religiosas. En total sumaban 104 francos anuales, que detraídos del salario total de 300 sólo restaban 196 para alimentación, de los cuales 150 debía reservarse para el pan y el resto, 46 francos, apenas llegaban a comprar sal, manteca, coles y patatas.

Edwin Chadwik, el hombre de la cruzada por la sanidad pública, dijo en la década de 1840 que la gente que habitaba Edimburgo y Glasgow o en las buhardillas de Liverpool, Manchester y Leeds vivía en peores condiciones que en las cárceles[5]. También podemos citar las descripciones del sacerdote Andrew Mearns de los barrios obreros de Londres a finales del siglo XIX, haciendo una encomiable labor de denuncia pública. La miseria se convirtió en una marca heredada de la ascendencia; en los peores casos el alcoholismo de los padres, el encarcelamiento, el ingreso en centros mentales o su inexplicable ausencia creaba situaciones familiares donde una niña de doce años hacía las veces de cuidadora y tutora de sus hermanos pequeños[6].

Algunos pensadores del movimiento socialista, como Charles Fourier, propusieron la creación de comunidades pseudo-rurales a las afueras de las ciudades, denominados falansterios, dotados de los medios necesarios para la dignificación de los obreros. En su obra Traité de l’association domestique agricole de 1822, cita las condiciones para el emplazamiento y construcción de este tipo de comunidades[7]. Calculando su población en torno a los 1500/1600 habitantes, determina que se precisaba de al menos una legua cuadrada de superficie. El lugar debía estar provisto de adecuada corriente de agua, en un terreno apto para el cultivo de varios tipos, situado junto a un bosque pero no muy alejado de una gran ciudad, aunque lo suficiente para evitar sus molestias. La composición de sus pobladores debía ser variopinta, aportando diferentes facultades y aptitudes para el desarrollo de la vida en los falansterios. Habría trabajo en los cultivos, manufacturas de productos, escuelas, centros para el arte e instalaciones de asistencia médica. Respecto al problema de valorar los capitales aportados, tales como el terreno, los materiales de construcción, los rebaños y todos los instrumentos, menciona que debía ser resuelto más tarde, pasando de soslayo la organización económica necesaria para estos proyectos. La historia nos ha enseñado que este tipo de utópicas ideas no llegaron más que a eso, sin haberse materializado en la Europa industrializada con suficiente éxito.

EL CASO DE LA CIUDAD DE MANCHESTER

La deslocalización de ciudades susceptibles de ser industrializadas en los cauces de ríos importantes, navegables y/o con suficiente energía cinética para servir a la mecanización de las fábricas, se conseguía mediante la incorporación de la máquina de vapor en los sistemas productivos. Tal fue el caso de Manchester, que experimentó igual crecimiento que las primeras ciudades industriales, pasando de entre 30.000 a 45.000 habitantes en 1760 a más de 70.000 en el año 1800, de los cuales unos 10.000 eran emigrantes irlandeses[8]. Gracias a la obra del pensador Federico Engels, podemos conocer cómo eran las condiciones urbanísticas y sociales de la ciudad de Manchester a mediados del siglo XIX[9], de la cual reelaboro el siguiente texto:

Manchester tiene no menos de 40.000 habitantes. La ciudad está construida de modo que puede vivirse en ella años y años y pasearse diariamente de un extremo a otro, sin encontrarse con un barrio obrero o tener contacto con obreros, hasta tanto uno no vaya de paseo por sus propios negocios. Esto sucede principalmente por el hecho de que, sea por tácito acuerdo, sea por intención consciente y manifiesta, los barrios habitados por la clase obrera están netamente separados de los de la clase media. Manchester encierra en su centro un barrio comercial bastante extenso, de un largo y ancho de cerca de media milla, formado casi en exclusiva por oficinas y negocios. Casi todo el barrio está deshabitado y por la noche, silencioso y desierto; solamente los agentes de policía pasan con sus linternas sordas a través de las calles estrechas y oscuras. Este barrio está recorrido por algunas calles principales por las cuales corre un tráfico enorme y cuyas casas tienen la planta baja ocupada por negocios enormes. Exceptuando este distrito comercial, todo el propio Manchester […] es barrio obrero que se extiende como una larga cinta en una milla y media alrededor del barrio comercial. Más allá de esta línea se asienta la opulenta y media burguesía. La mediana, en calles bien trazadas, cerca del barrio obrero, la opulenta, en las casa lejanas con jardines en forma de villas […] en una atmósfera libre y pura, en habitaciones cómodas y suntuosas frente a las cuales pasan cada cuarto o cada media hora los ómnibus que llevan a la ciudad.

En las calles principales se encuentran de ambos lados una serie interrumpida de negocios que pertenecen a la media y a la pequeña burguesía, la cual los mantiene, por su propia conveniencia, con un aspecto decente y limpio. Como estos negocios tienen relaciones con las zonas que los rodean son más elegantes en el barrio comercial y en la vecindad de los barrios burgueses que en las proximidades de los cottages obreros […]. Se pueden apreciar desde las calles principales los barrios circundantes, pero no así los verdaderos barrios obreros. Sé bien que esta hipócrita forma de construir es más o menos común a todas las grandes ciudades, pero no he visto nunca como en Manchester tal exclusión sistemática de la clase obrera de las calle principales […]

[…] Las 200 casas que pertenecen a la Manchester vieja han sido abandonadas por sus antiguos habitantes, sólo la industria ha hecho ocuparlas por una legión de obreros que ahora están alojados en ellas; han construido en la más pequeña superficie libre, entre estas casa viejas, para procurar un techo a las masas traídas de regiones agrícolas y de Irlanda; sólo la industria permite a los propietarios de estos establos alquilarlos a altos precios como habitaciones, explotar la miseria de los obreros […]

En el texto observamos claramente todos los preceptos que han desarrollado las ciudades industriales: incremento demográfico por la inmigración desde zonas rurales, superpoblación de barrios obreros y hacinamiento de sus edificios en condiciones de excepcional miseria e insalubridad humana, exclusión urbanística de los barrios obreros, la opulenta reforma de los barrios burgueses para diferenciar su clase de la anterior y la especulación de los terrenos y edificios, que sirvieron para la voraz demanda de pseudo-viviendas para la inmigración.

LAS REMINISCENCIAS DE LA CIUDAD INDUSTRIAL

Actualmente podemos diferenciar con claridad los reductos de la transformación urbana de las ciudades europeas durante la Revolución Industrial y luego el Gran Capitalismo. Aunque durante el siglo XX las principales ciudades crecieron, disminuyeron o se transformaron según múltiples factores, en el plano que nos muestra la morfología urbana es posible rastrear el origen de cada zona, hoy dedicada a otras funciones y habitantes que en su momento de creación. Dentro del esquema-síntesis de la ciudad europea tipo[10] son identificables las siguientes áreas:

El núcleo central y antiguo o centro histórico, que se dispone en torno a la catedral medieval, frecuentemente cerca del cauce de un río. Los límites de este centro, anterior al siglo XIX, se marcan por anchas avenidas en el lugar de las antiguas murallas, reemplazando su traza, cuando la concepción de los restos del pasado no se entendía al modo actual del patrimonio. En los centros históricos la población ha envejecido y la densidad es considerablemente alta, por el incremento de la esperanza de vida principalmente. La red vial no se ha podido adaptar al tráfico rodado moderno, lo que provoca frecuentes atascos y congestiones del transporte, que sumado a la paulatina peatonalización de las calles más afectadas, convierten a los centros históricos en zonas intrincadas e inaccesibles. Las clases populares se han marchado mayoritariamente, cuando los centros de producción y las principales sedes del sector servicios han ido abandonado lentamente el hábitat del centro antiguo, sacrificando las ventajas de la vida cultural —museos, iglesias, centros de arte, salas de exposiciones, conciertos— y la belleza de los barrios históricos. Se opera una renovación que intenta restaurar las antiguas edificaciones en provecho de las clases privilegiadas, fruto de la especulación inmobiliaria, que suscribe aún más la incapacidad para permanecer a las clases populares así como los más antiguos habitantes, desplazados hacia el extrarradio. Actualmente los centros históricos concentran las funciones de ocio y turismo, principalmente.

Los arrabales y barrios del siglo XIX en la periferia inmediata al centro histórico. Conservan un plano irregular de calles estrechas organizadas alrededor de una iglesia o de una plaza. Las construcciones masivas del siglo XX, producto de la explotación urbana ligada al capitalismo industrial, se han superpuesto a los barrios antiguos. Estos barrios del XIX son residencias de la clase burguesa, grandes almacenes comerciales, franquicias de firmas importantes, sedes de compañías aseguradoras, enormes edificios de las centrales bancarias, así como administraciones y ministerios. Las grandes estaciones ferroviarias de mediados del siglo XIX materializan el límite entre los negocios tradicionales y las zonas de producción industrial.

Los barrios industriales y sus alrededores, repartidos por los límites de la ciudad del siglo XX y delimitados por amplias avenidas. La población obrera se reemplaza entre los trazados de la vía férrea, los talleres y fábricas de inmensa superficie que datan de la Revolución Industrial. La nueva localización industrial, tendente a los polígonos dotados de mejores infraestructuras para el transporte de mercancías, ubicados fuera de las áreas urbanas y metropolitanas, han dejado disponibles enormes terrenos de gran valor inmobiliario para la construcción de edificios residenciales para las clases medias. Incluso los viejos edificios industriales del siglo XIX y hasta del XVIII, donde antes se afanaran los obreros en los telares mecánicos, las fundiciones, las transformaciones metalúrgicas o los aserraderos, hoy se han reconvertido en viviendas tipo loft de amplios y diáfanos espacios de singular diseño, donde las clases emergentes encuentran el distintivo social por su adquisición.


[1] Chueca Gotilla, Fernando · Breve historia del urbanismo · Alianza Editorial · Madrid, 2011
[2] Deane, Phyllis · La Primera Revolución Industrial · Ediciones 62 · Barcelona, 1972
[3] López García, Jesús · Geografía urbana · Ediciones Akal · Madrid, 1987
[4] Dolléans, Edouard · Historia del movimiento obrero, 1830-1871 · Editorial Zero · Madrid, 1969
[5] Ibídem 2
[6] Hall, Meter · Ciudades del mañana. Historia del urbanismo en el siglo XX · Ediciones del Serbal · Barcelona, 1996 · Capítulo 2 · La ciudad espantosa. La reacción ante los barrios pobres de la ciudad del siglo XIX: Londres, París, Berlín, Nueva York. 1880-1900
[7] Artola, Miguel · Textos fundamentales para la historia · Revista de occidente · Madrid, 1973
[8] Ibídem 1
[9] Engels, Federico · La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845) · Ediciones Futuro · Buenos Aires, 1965
[10] Lacoste, Yves · Ghirardi, Raymond · Geografía General, Física y Humana · Editorial Oikos-Tau · Barcelona, 1983