EL COMPROMISO SOCIAL DE LOS INTELECTUALES

No podemos cuestionar la influencia del orden social y político que los pensadores de toda época han recibido, cuestionando su producción intelectual y a veces enfocándola al mismo medio que les rodea. Nietzsche es heredero de toda la filosofía que le precede dentro de la crisis de pensamiento donde se encuentra; en palabras de Paul Ricour dentro de su teoría sobre la Filosofía de la Sospecha, reivindicó la existencia del cambio y el devenir que ya apuntara el pensamiento de Heráclito, porque todo lo que los filósofos habían ofrecido eran momias conceptuales, inmutables y estáticas. Su pensamiento apunta hacia el tiempo como la propia existencia del hombre, el destino individual imposible de compartir; cada ser humano debe analizar el sentido de su vida como si fuese el único ser de la Tierra. Este valor absoluto del individuo lo aleja de la sociedad y del futuro, quizá despreciándolos, siguiendo la línea de Schopenhauer. Pero Nietzsche configura al individuo como un pueblo-comunidad, mientras el primero lo concibe como mera ilusión; si para Schopenhauer era el mismo desengaño final del hombre, para Nietzsche debía perfilarse como una búsqueda de grandes obras asombrosas ante el mundo, esto es, la capacidad del Superhombre, que reproduce y reaviva los símbolos de la magnificencia pasada mientras que Schopenhauer enlazaba las hazañas del pasado como recuerdos de la maldad y la violencia que no debían perpetuarse. Si para el primero la estética sólo resultaba un medio pasajero de evadirse del sufrimiento, siendo la vida ascética el único medio definitivo, para Nietzsche la estética debía excitar la misma vida aumentando las fuerzas naturales para desposeerlas de la civilización cultural.

Más tarde Nietzsche descubriría que no tenía sentido amar la vida y despreciar a los individuos; aceptar el todo suponía la vida unitaria —instinto dionisíaco— aún conservando la vida individual —instinto apolíneo— como soluciones indisolubles. Quién pudiera sintetizar estos elementos contrarios sería el Superhombre, amando el sufrimiento con un eterno retorno al pasado como amor absoluto; aquellos que sólo eran capaces de acariciar la belleza instantánea eran los nihilistas carentes de fuerzas vitales. Ahí estaba el verdadero compromiso que plantea Nietzsche, compatibilizar la vida unitaria y común con la individual y separada, la predisposición a morir por perder la individualidad pero sin renunciar a la bella y excitante pasión vital aunque pasajera, abundar en las aguas anónimas de la sustancia viva pero obedeciendo a la imagen idílica y onírica de uno mismo, hallar la reconciliación con la muerte pero dejándose engañar por la belleza de la vida.

El cristianismo sufre uno de los más duros embates con el pensamiento de Nietzsche, al invertir sus significados hacia la religión de los resentidos, quienes deseaban la vida eterna comprando con la beneficencia los créditos del Paraíso. Este recurso todopoderoso de la moral no era más que un trampantojo que servía para adoctrinar masas y hacerlas maleables para los entes de poder. Aceptar, por el contrario, que no existe recompensa ulterior a la vida, que estamos desamparados y arrojados en la misma existencia, que únicamente haber vivido la individualidad era la mayor satisfacción, precisaba de gran poder y quedaba reservado sólo a unos pocos. Así los europeos de su época representaban el nihilismo más vergonzante, porque no creían en la capacidad del ser humano per se en su fuerza y belleza, cuando afirma en El Anticristo que la vida es instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas, de poder, entendidos por encima de los designios de un Dios. Esto suponía una enorme responsabilidad, asumir que la nociones de bueno y malo debían perfilarse por cada ser humano, los individuos debían elaborar su propia concepción de estos términos, aún alejándose del bien común. Podemos imaginar la irrupción de estas ideas en la sociedad de la época, profundamente influenciada por la religión, dentro de cualquier credo, atentada por la proclamada muerte de Dios. Aún en nuestros días, donde están aceptados socialmente el ateísmo y el agnosticismo, cuando hablamos con algún ferviente religioso sobre Nietzsche advertimos un profundo miedo a soltar la fraternidad de Dios.

En el caso de Heidegger observamos también un compromiso, esta vez, en el polo opuesto al anterior, al acercarse al credo que en ese momento atesoraba el destino de la nación alemana, el nacionalsocialismo. Poco vamos a descubrir de nuevo para condenar la barbarie del genocidio e imposición bélica del partido nazi, pero debemos cuestionarnos cómo se pensaba socialmente en aquel momento. Conocemos por las declaraciones en el proceso de Nuremberg y por testimonios en otros foros, que los mandatarios del partido nazi, los convencidos y colaboradores de su proyecto e ideario, que ante la duda moral y ética sobre lo que estaban haciendo, sólo alcanzaban a responder que se limitaban a cumplir órdenes. Es decir, estaban tan profundamente insertos en el adoctrinamiento nazi que cuestionar personalmente las instrucciones que recibían estaba fuera de su cometido; a tal modo llegó el carácter gregario de sus miembros que carecían de valores para condenar sus actos homicidas.

Huelga decir que si Heidegger ocupó la cátedra de Husserl en la Universidad de Friburgo cuando fue destituido por el partido nazi por ser judío, que si además colaboró en la limpieza racial de todo el ámbito académico dentro de sus funciones, entonces no podemos negar que estaba convencido de la viabilidad y acierto de las políticas nazis, considerando incluso que fue el más destacado discípulo del pensador que sustituía. No sabemos si sufría algún trastorno mental que le impedía, como al resto de prohombres del nazismo, diferenciar entre el bien y el mal y discernir en medio de tamaño atentado contra los derechos humanos. Se ha demostrado que cuando se dan las circunstancias adecuadas, la conciencia global puede anestesiar los mecanismos de autocensura individuales y producir tan infames episodios de la humanidad. Cuando se pidió explicaciones a Heidegger sobre estos acontecimientos declinaba su responsabilidad o sencillamente negaba tales actos. Lógicamente esto no lo exime de su responsabilidad.

Heidegger dedicó parte de su obra al estudio del ser, relacionado con la existencia del mundo y sin poder separarse de éste: el mundo es el rasgo fundamental del hombre como existente y no un conjunto de objetos donde el hombre se encuentra como sujeto. El hombre se encuentra vinculado, insertado en una compleja maraña de preocupaciones, tareas, intereses, cuidados, etc., que representan la configuración de la realidad; en el final del proceso que une los objetos se encuentra el hombre. En sus palabras, estar-en-el-mundo como germen de la angustia, diferenciada del miedo por la ausencia de amenaza, era la visión total más allá de las particulares preocupaciones de cada uno. En su discurso filosófico observamos el compromiso que defendía del hombre con el mundo, como medio de existencia, idea que acercó su filosofía al existencialismo por los críticos posteriores, aunque él mismo renegaba de esta clasificación. Como también es palmario debemos desligar su producción intelectual de la inajenable pertenencia al partido nazi, valorando su pensamiento como engranaje fundamental en la filosofía contemporánea.

Es imposible abstraer al ser humano de su tiempo; cuando se esquilmó la población de América central y África occidental para excavar las minas del imperio español, ni siquiera se consideraban seres humanos los negros y los indígenas carecían de derechos que les evitara una vida de letales padecimientos. Hoy no dudamos ante estas atrocidades imperdonables, pero otras pueden pasar inadvertidas si algunos intelectuales dejan de recordarnos que aún en nuestro siglo existen atentados contra los derechos humanos, como las prisiones de Guantánamo o Abu Ghraib bajo la permisividad de sus responsables, como a bien tiene hacerlo Carlos Fuentes.

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