LA DOMINACION MASCULINA

El contacto con las comunidades de la Cabilia en el norte de Argelia pertenecientes al pueblo bereber, permitió a Bourdieu el conocimiento antropológico que enlaza a las desigualdades de género en las sociedades androcéntricas del mediterráneo. Cuando publica "La dominación masculina" en 1998, las aportaciones de Bourdieu a la sociología práctica estaban ya en un momento de solidez y reconocimiento plenos, superando el mundo universitario entre sus lectores habituales.

La construcción mental de la estructura social deviene de los procesos de culturización que las sociedades han reproducido, desde la familia hasta la Iglesia y desde la infancia hasta la ancianidad. Quizá con menos categorización y casi quince años después de la publicación de este libro, sus reflexiones sobre la relevancia de un mundo masculinizado continúan vigentes en muchos ámbitos. El peligro fundamental de esta relevancia radica en su concepción, en su modo de pensamiento que es en sí el producto de la misma dominación. Aún más, afirma Bourdieu que cuando los dominados aplican a lo que les domina unos esquemas que son el producto de la dominación, cuando sus pensamientos y sus percepciones están estructurados de acuerdo con las propias estructuras de la relación de dominación que se les ha impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente, unos actos de reconocimiento, de sumisión, tal como reseño en los apartados siguientes.

La construcción social atañe incluso a las diferencias visibles de los órganos sexuales, masculino y femenino, basados en los principios de la razón androcéntrica que han establecido la división de estatus de género. La concepción masculina del encuentro sexual con la mujer es también una forma de dominación, de apropiación y posesión, siempre enfocada a la penetración como forma simbólica de control, significación trasladable a la penetración entre homosexuales. Así, la posición física de la mujer encima del hombre durante el coito es condenada en algunas civilizaciones musulmanas. Si bien afirma Bourdieu que las mujeres están socialmente preparadas para vivir la sexualidad como una experiencia íntima y cargada de afectividad en las caricias, los abrazos o el diálogo, sin que la penetración sea el objetivo ni el medio para la satisfacción, los hombres tienden a elaborar la sexualidad con la agresividad de un acto físico, de conquista y de apropiación que culmina en el orgasmo femenino, como prueba de su virilidad. Este dominio sobre el placer femenino que produce el orgasmo es la forma más sublime de dominación masculina.

Durante mucho tiempo la construcción artificial de la naturaleza sexual de la mujer se consideró el origen y justificación de su lugar en la sociedad. Pero como afirmó Evelyne Sullerot, cuando se descubrió que la naturaleza había programado el placer sexual de la mujer independientemente de la finalidad de la reproducción, aparecieron con más claridad los aspectos culturales para justificar los sistemas de representación que aseguraran la dominación masculina, enlazando las ideas de Luz Sandoval Robayo.

En la sociedad actual las nuevas generaciones parecen haber dejado atrás estos vehículos de desigualdad sexual, cuando asistimos a una aparente liberación sexual de la mujer. En recientes investigaciones sociológicas, la mayor promiscuidad del hombre se razona desde la biología en la inversión física de la mujer en la gestación, que fue determinante en la vida de nuestros ancestros y aún perdura en forma de eco antropológico. Si una mujer sólo puede concebir cuando no está gestando, un hombre podría concebir sin límites teóricos durante los nueve meses de embarazo femenino y de ahí que la mujer tome mayor evaluación para entregar su cuerpo al hombre, definición que es consecuencia de la misma supremacía masculina y es además prueba de virtud de la mujer. Pero si es evidente que las mujeres no piensan embarazarse cada vez que practican el coito, habida cuenta de los medios anticonceptivos disponibles, y el principal objetivo es el placer sexual por sí mismo, entonces, cómo se mantiene la promiscuidad masculina en valores tan altos respecto a la femenina. La constante suscripción de la estructura social que perpetua la dominación masculina, en los términos que expone Bourdieu, podría explicarlo.

Para el hombre esta refutación viril que le posee y le domina —como precio al mantenimiento de su dominación— crea enormes cargas de responsabilidad y esfuerzos vacíos. Sin duda, en este universo simbólico las llamadas disfunciones en la erección del pene que impiden la penetración de la mujer —su posesión— están provocando graves trastornos de la personalidad masculina. El hombre se convierte así en víctima de su propia estructura de dominación, en garante forzado de su propia masculinidad artificial frente a los demás. Las consultas en los servicios médicos de urología se incrementan peligrosamente por estas patologías; los propios facultativos afirman que en la mayoría de los casos estos trastornos radican en desviaciones psico-emocionales en los hombres jóvenes, derivados al servicio de psicología y sexología. Consideremos que hoy el régimen que define los tipos y formas de relaciones amorosas entre mujeres y hombres es la diversidad, cuando el acceso de la mujer al mundo académico y laboral masivamente permite que en la misma forma se incorporen a la esfera extra-doméstica, antes reducto masculino. La presión que los hombres sienten durante los encuentros sexuales, devenida de su presunción comparativa con el amante anterior de la mujer, hace que las expectativas de satisfacción ideal —hacia la dominación sublime del sexo— provoque el fracaso por disfunción eréctil radicada en el impulso emocional.

La interpretación de los cuerpos resulta en la mujer una disciplina constante, ejercida simbólicamente por la presión sobre sus prendas de vestir y su cabellera. En efecto, las prendas que resaltan la forma del cuerpo femenino, confeccionadas por la famosa proporción entre los contornos de cadera, cintura y pecho, se convierten en signos que detentan la mirada masculina, ajena a la cual la mujer pasa desapercibida. Los rigores de las prendas de seducción, como la falda, la blusa escotada o los incómodos zapatos de largo tacón, se convierten en corsés que tipifican y feminizan a la vez que someten a las mujeres, afanadas en tomarse cuantiosos gastos y preparativos para la mirada masculina. La mujer no sólo nace sino que se hace bajo esta obligación visual hacia la satisfacción masculina; cuando las mujeres transitan ciertas edades donde la luminosidad y firmeza de sus cuerpos —en términos absolutamente femeninos— dejan de resplandecer, algunas lamentan profundamente haber dejado de existir para la mirada masculina del deseo sexual, sufren por no sentirse miradas por los hombres como mujeres, sino como personas ajenas a su sexualidad, demostrando así la determinante condición del plano dominado. Tópicos como la incompatibilidad entre la belleza y la inteligencia femeninas radican en estas concepciones; cuando una mujer acepta que abrirá muchas puertas gracias a su apariencia física, objeto de deseo de todos aquellos hombres que les permiten el acceso mantenidos por la idea continua de poseerlas sexualmente, se acomoda en ese sistema de subjetiva meritocracia, se ha dicho a veces. De las mujeres que no son bellas y por tanto tienden a desaparecer del plano visual masculino, por contraposición a lo anterior, se dice que son simpáticas, agradables, divertidas, complacientes, buenas compañeras, inteligentes y sabias consejeras. Cuando el paso del tiempo hace declinar el resplandor de los cuerpos en este orden de valores, las mujeres que no fueron bellas e irresistibles recogen los frutos de haber cultivado otras virtudes que han mejorado con el paso de los años. Así mismo, existe otra forma de consecución e interacción dentro del orden masculino promovido por las mujeres, cuando éstas prefieren a hombres de mayor estatura y posición socioeconómica que las suyas, como garantes del prestigio y reconocimiento social y familiar.

Los comportamientos bajo la dominación. La llamada lucidez de las personas condenadas a las formas de la dominación —esclavos, presos, explotados— en la mujer se ha llamado intuición femenina, «inseparable de la sumisión objetiva y subjetiva que estimula u obliga a la atención y a las atenciones, a la vigilancia y a la atención necesarias para adelantarse a los deseos o presentir los disgustos» La resignación y la discreción sólo les permite esta forma de reacción contra el poder manifiesto y oficial. Frente a la violencia física e incluso simbólica, queda la violencia suave y a veces invisible que las mujeres ejercen, como la magia, la astucia, la mentira o la pasividad especialmente en la sexualidad, cualidades históricamente atribuidas a las mujeres para alcanzar sus cometidos.

Incluso la victimización que la mujer adopta, materializada en la figura de la esposa posesiva y celosa o el amor carcelario de la madre mediterránea, es una forma elaborada de ilimitada e incondicional entrega a los hombres de su familia, cuando no existe contraprestación posible del hombre a tan elevada deuda contraída y enlaza por tanto su atención perpetua.

La división sexual del trabajo. El mundo laboral se afirma en la objetividad de las estructuras sociales y de las actividades productivas y reproductivas, basadas en la división sexual del trabajo biológica y socialmente que confiere al hombre la mejor parte. Como antes se ha indicado, este orden se instituye mediante la adscripción de la mujer a la obligación de conceder al hombre el beneplácito, cuando no dispone de conocimientos e instrumentos que excedan del compartido con ellos mismos y que naturalizan por tanto la relación que mantienen. En un medio de menoscabo y negación practican el ejercicio de las virtudes negativas de la resignación y el silencio. Este privilegio, sin embargo y paralelo a la presión sexual, resulta una trampa para el hombre que siente el deber de afirmación constante de su virilidad y supremacía.

Si el entorno doméstico había sido construido y mantenido para y por la sumisión femenina —de ahí también el celo masculino de la intimidad del hogar y la preservación de la fidelidad de la esposa—, el orden público y lugar de todos los peligros sería la posición masculina. Como apunta Bourdieu, en casi todas las situaciones humorísticas de anuncios y dibujos, la mujer se sitúa en el entorno doméstico; por el contrario, el hombre se ubica en el bar, en el club o en el pub del mundo anglosajón. Del mismo modo, una tarea resulta ennoblecida cuando la realiza un hombre e insignificante cuando la misma la ejecuta una mujer. La cocina puede ser una labor trivial y fácil cuando la desempeña la mujer, pero si el hombre se apropia de la misma se convierte en arte difícil llamado alta cocina o cocina de autor. Esta reproducción de la dominación masculina en el ámbito laboral permite que aún exista una alta determinación de género en algunas profesiones, donde sus esferas se reservan a los hombres y aún cuando una mujer las desempeña le es negado el éxito: los cocineros de alta cocina, los diseñadores de moda de alta costura, los cirujanos o algunas especialidades médicas como la cardiología son claros ejemplos de ello. Respecto a la feminización de algunos trabajos, no podemos negar que profesiones como enfermeras, maestras de escuela infantil, azafatas de congresos, secretarias de dirección, trabajadoras y graduadas sociales son desempeños tradicionalmente atribuidos a las mujeres.

El primer factor de cambio que nos muestra Bourdieu es la incorporación de la mujer al mundo laboral, transmitiendo a sus hijas un nuevo entablamento de valores. Se demuestra que las hijas de madres trabajadoras tienen aspiraciones profesionales más elevadas y están menos vinculadas al modelo tradicional de la feminidad en la familia y en la sociedad. Del mismo modo, el acceso de la mujer a la enseñanza secundaria y superior de forma masiva en los últimos años, está determinando la posición que le corresponde en la sociedad del conocimiento. La visión androcéntrica deja de permanecer cuando se invierten los valores tradicionales y la mujer toma el ejercicio social y familiar que le corresponde, en igualdad de condiciones respecto al hombre. El movimiento feminista tomó de las tesis de Bourdieu nuevas perspectivas de cambio; el problema de la mujer reside ahora en una acción política decidida a descubrir las bases simbólicas de su dominación, social e institucionalmente. La violencia simbólica resulta invisible si los dominados la conocen, reconocen y sienten, dentro de un orden de aceptación insensible por ambos polos de la estructura social.